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Eugenio Severin

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    Se ha hablado y escrito mucho sobre el impacto del uso de tecnologías en la educación. Desde los más fervientes partidarios, que confían ciegamente en las tecnologías y su potencial revolucionario, al punto de plantear que bastaría con dejar caer computadores desde helicópteros en las aldeas para ver cómo los niños se vuelven sabios aprendices por ellos mismos, sin escuelas ni profesores, hasta quienes descartan todo impacto, y quisieran prescindir de las tecnologías en las escuelas, para salvaguardar ese espacio tradicional lejos del "ruido" interesado que ellas introducen.

    En mi experiencia concreta, las tecnologías en educación  son al mismo tiempo una presencia inevitables (los estudiantes ya viven y crecen en un mundo tecnologizado, ya es parte de su repretorio cognitivo) y una tremenda oportunidad de disrupción, de cambio de prácticas obsoletas y vicios adquiridos por nuestros sistemas educativos. Tal vez si el más importante de ellos, el de haber olvidado que el centro del proceso educativo está en los estudiantes, en cada uno de ellos.

    Ello implica sacar provecho de las oportunidades que las tecnologías ofrecen para el cambio de prácticas educativa, para ofrecer nuevas experiencia de aprendizaje, basadas en el manejo eficaz de la evidencia y los datos, centradas en el aprendizaje de cada estudiante, por lo mismo, altamente personalizadas, y más centradas en el desarrollo de competencias para buscar, seleccionar, procesar , construir y comunicar conocimiento, que en la simple transmisión de un currículo predefinido.

    El segundo ámbito educativo en donde la incorporación de tecnología puede y debe jugar un papel importante es en el de la medición de los resultados educativos y en definitiva, de la calidad del aprendizaje.

    La medición de los resultados educativos en las escuelas y los sistemas escolares se ha transformado con frecuencia en un problema para las autoridades educativas en todo el mundo. La confección de rankings, y el uso de los resultados para calificar las buenas o malas escuelas, los buenos o malos docentes e incluso el progreso del país respecto de la calidad educativa, ha puesto una señal de alerta sobre los verdaderos alcances y limitaciones de los programas de medición.

    Más allá de las condiciones técnicas de construcción de los instrumentos de medición, es evidente que no puede juzgarse la calidad global de un sistema educativo, de una escuela o de un docente en particular, a partir de los resultados de test estandarizados, los que por definición y por limitaciones de aplicación, están normalmente restringidos a la medición de contenidos y habilidades específicas (normalmente en matemáticas, lenguaje, y a veces ciencias) en algunas cohortes, y por tanto no pueden dar cuenta de la complejidad de los resultados educativos, mucho menos de las condiciones en que ellos se producen.

    La evaluación en educación no es nunca un juicio aislado sobre el impacto final de un proceso, sino que fundamentalmente es un insumo. La evaluación educativa se propone ofrecer retroalimentación respecto del progreso educativo, de manera que quienes deben tomar decisiones, en el aula, la escuela o el sistema educativo, cuenten con evidencia sólida que respalde las acciones a emprender.

    Se evalúa para aprender, no para aplicar premios y castigos. La evaluación en educación ha de ser siempre formativa, y por lo tanto, entregar datos y elementos de juicio que apoyen la toma de decisiones a favor de la calidad.

    Que cada actor cuente con la información apropiada para las decisiones que debe tomar a su nivel, debiera ser una exigencia clave de los sistemas de evaluación educativa. De qué serviría conocer un puntaje o un resultado, si su análisis no permite conocer qué se está haciendo bien y mal, cuáles son los espacios en donde debe haber mejoras. Esto implica que autoridades, directivos escolares, docentes, estudiantes y familias deben tener acceso a la información pertinente de los resultados, de manera que apoye sus decisiones y sus responsabilidades, y sobre todo, que fortalezca el trabajo conjunto entre todos los actores para introducir los cambios que sean necesarios.

    La evaluación educativa es también una fuerte señal acerca de lo que el sistema espera de las escuelas y sus actores. Medir sólo unas pocas disciplinas, mediante test estandarizados, es un indicador tan potente, que ha ordenado a las escuelas para concentrar su tiempo y recursos en ello. Para expresarlo en el lenguaje de la neurociencia, este tipo de test están midiendo lo que ocurre en una porción muy pequeña del lado izquierdo de nuestro cerebro, y dejando completamente de lado el resto de nuestras habilidades. Si, en cambio, la evaluación educativa estuviese más conectada con las necesidades de la sociedad del conocimiento, con las habilidades requeridas para un buen desempeño e integración en ella, si consideraran un abanico de áreas y competencias más amplio, daría también una importante señal de integralidad, de valoración de la diversidad de talentos disponibles entre los estudiantes.

    Si durante mucho tiempo los sistemas de medición han estado fuertemente limitados, en primer lugar, por los altos costos asociados a su implementación, y por otro, por la resistencia de los sistemas educativos y sus actores, asociados al uso que se ha hecho de la medición educativa, ¿pueden las tecnologías ayudar a superar estas dificultades fundamentales?

    A mi me parece que, tal como en el desarrollo de nuevas prácticas educativas para el aprendizaje, la medición educativa tiene una enorme oportunidad de hacerse más completa y mejor gracias a la disponibilidad de tecnologías en las escuelas y los sistemas educativos y que es tarea imprescindible de las autoridades educativas avanzar en esta línea.
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