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Eugenio Severin

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    Una de las demandas repetidas como slogan por muchos actores en el conflicto estudiantil es la de la desmunicipalización de la educación.

    El diagnóstico detrás de la propuesta es un consenso. Desde que el año 1981 se traspasaron los colegios públicos para que fueran administrados por las 350 municipalidades, muy pocas veces y muy pocos municipios han podido asumir con plenitud la responsabilidad que les fue transferida. Y las que lo han podido hacer ha sido porque han destinado muchos recursos extraordinarios a ello.

    Pero me parece apresurado afirmar que, en vista que la enorme mayoría de las municipalidades no han podido administrar bien sus establecimientos educacionales, hay que eximirlos de esa responsabilidad. Me parece clave preguntarse por qué esto ha ocurrido.


    En primer lugar, esto es el resultado de los escasos recursos económicos que se han destinado a la educación a través de la subvención escolar. Si a eso se agrega el descenso de la matrícula en el sector municipal, el resultado es que evidentemente los recursos han sido completamente insuficientes para demandar resultados mejores.

    En segundo lugar, la institucionalidad extremadamente rígida del estatuto docente ya de otras normas, mediante las cuales muchas medidas y programas son definidos centralizada mente por el ministerio, y los municipios simplemente deben "aplicar", entrega escasísima autonomía acerca de los proyectos educativos que los municipios pueden desarrollar en sus establecimientos.

    En tercer término, se ha permitido la instalación indiscriminada de escuelas particulares subvencionadas por el estado para "competir" con las escuelas municipales (en aquellas comunas y barrios en donde esa competencia es "rentable"), pero dando a las escuela particulares acceso a más recursos (a través del financiamiento compartido) y más autonomía (libertad para diseñar sus proyectos educativos, y no aplicación del estatuto docente).

    Si no se les ofrecieron los recursos suficientes, ni la autonomía para administrar las escuelas, y además se les puso a competir con desventaja, no veo cómo podrían haber tenido éxito en su tarea. Es cierto que también ha habido otras dificultades, como el uso político de los fondos y las contrataciones en algunos municipios, la falta de prioridad de algunos alcaldes, o la vergonzosa ley de los directores vitalicios, que por más de veinte años impidió que los alcaldes pudieran cambiar a directivos bajo ninguna circunstancia.

    Entonces, ¿Es la solución definitiva quitar la gestión de las escuelas a los municipios sin hacerse cargo de los temas de fondo?

    Reconozco que tengo una predisposición ideológica en favor de la educación municipal. Me gusta que sea administrada a nivel local, donde la gente tiene más posibilidades de saber e influir, donde los proyectos educativos podrían ser mucho más pertinentes y donde la integración con la comunidad y sus otros servicios públicos es mucho más fácil de coordinar.

    Me parece un error plantear la desmunicipalización. ¿Y si probáramos a dejar la educación en las municipalidades, permitiendo que estas se aliaran para generar economías de escala, entregándoles recursos suficientes y autonomía, asegurando que van a poder trabajar sin competencia desleal?

    El peor escenario es imaginar ingenuamente que cambiando la dependencia de los establecimientos se resuelven los problemas. Cualquier otra institucionalidad que repita los errores señalados va a sufrir el mismo fracaso. ¿Y si en vez de repetir el slogan, lo conversamos en serio?
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    Debe haber pocas escenas más insólitas que la pelea de esta semana entre el senador Girardi y el gobierno. Llena de argumentos infantiles, ha mostrado una forma de actuar propia de quienes no solo no entienden la raíz de los problemas que debieran estar solucionando, sino que ni siquiera han comprendido el papel que se espera que ellos jueguen.
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    He sido amigo de Cristian Precht por cerca de veinte años, y con toda seguridad voy a seguir siéndolo en el futuro. Trabajé con él en la Vicaría de la Esperanza Joven, compartimos dificultades y alegrías. Muchos de mis amigos se volvieron también amigos de él, y en mi lista de seres queridos hay también mucha gente que Cristián me presentó. Compartimos una etapa de la vida arrendando, junto a otros, casa y departamento, bendijo mi matrimonio y es padrino de mi hijo mayor. Es decir, que quede constancia: esta no es una columna objetiva.
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    En julio del año pasado, verano en el hemisferio norte, fuimos con mi familia de vacaciones a California. Arrendamos un auto para recorrer y, entre otros lugares, llegamos a Infinite Loop 1, Cupertino, el mítico cuartel general de Apple.
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    La discusión sobre el lucro en educación se ha tomado buena parte del debate, aunque está lejos de ser la explicación de nuestros problemas y mucho menos, la solución de ellos. Me parece que es un tema importante, que debe discutirse. Pero debiéramos desterrar la fantasía de que con la eliminación o la ratificación del lucro, se resuelven las dificultades de nuestro sistema educativo.

    En un artículo anterior ya me referí al lucro desde una perspectiva más personal, expresando mi desazón por la omnipresencia del espíritu del lucro entre nosotros. Ahora quiero hacerlo desde una perspectiva más técnica y propositiva. La discusión sobre el lucro, separada de la discusión por la calidad, significa no sólo poner la carreta por delante de los bueyes, sino pasar la carreta por encima de los bueyes.

    En razón del tiempo y el espacio, sólo me referiré al tema del lucro en la educación escolar, ya que el contexto es bastante diferente en educación superior, donde está prohibido por ley, y lo que ha faltado es voluntad para cumplir y fiscalizar el cumplimiento de las normas legales, aun cuando hay asuntos pendientes que definir, como el tema del lucro en la educación técnico-profesional.

    En educación escolar, en cambio, el lucro no sólo está permitido, sino que fue utilizado por el Estado deliberadamente para convocar a los actores privados a invertir en educación, y así mejorar sustancial y rápidamente la cobertura escolar y la jornada escolar completa en Chile. Se trata entonces de una política pública que convocó a corporaciones y grandes empresarios, pero también y significativamente a profesores y otros profesionales, a crear, mantener y sostener colegios a lo largo de todo Chile.

    ¿Podría el Estado ahora arrepentirse y cambiar esa política, decidiendo que ya no puede haber privados administrando establecimientos escolares bajo el incentivo de obtener utilidades por ello? Por supuesto que sí, pero probablemente signifique que el Estado deba hacerse cargo de este cambio, comprando o expropiando los colegios privados, o compensando a sus dueños. Técnicamente, el Estado estaría quitando un derecho adquirido y, en justicia, eso no puede ser gratis. Y como sabemos, la calidad de la educación no está determinada por quién administra el colegio ni si tiene fines de lucro o no, por lo que nos encontraríamos con un enorme gasto público, sin ninguna retribución en términos de calidad (vale la pena leer un excelente trabajo académico en el que se muestran datos irrefutables de cómo el lucro ayudó a la cobertura, pero no ha tenido impacto en la calidad y, en cambio, sí en aumentar la segregación social).

    Me parece que hay un camino de solución mucho más práctico, factible y eficiente, si incorporamos la variable de la calidad. Por supuesto, este es un concepto difícil de definir, pero adelantemos algo: asumamos que, para los efectos de la distribución de recursos públicos, se entenderá por calidad los resultados de los estudiantes en las pruebas nacionales (ojalá más completas que el actual SIMCE y tomadas con mayor frecuencia), los resultados de los profesores en el proceso de evaluación docente y algunos indicadores asociados a la gestión de los establecimientos (matrícula, asistencia, ejecución presupuestaria, participación de los padres).

    Estos resultados deberían luego ponderarse en razón del contexto e índice de vulnerabilidad de los estudiantes, de manera de no comparar peras con manzanas y garantizando que no hay selección en el acceso y mantención de los estudiantes en las escuelas. Con estos indicadores se puede construir un algoritmo que entregue un resultado para cada escuela, supongamos, de 1 a 100. Suena complicado, pero no es tan difícil como parece.

    Hasta ahora hemos hablado de la calidad, volvamos ahora al lucro. Mi propuesta aquí es simple:

    • Si como resultado de este algoritmo, una escuela recibe 70 puntos o menos (por ejemplo), entonces el sostenedor NO PUEDE retirar utilidades, y todo eventual excedente, debe ser reinvertido en la escuela, para mejorar sus resultados futuros. 
    • Si el resultado está entre 70 y 80 puntos, el sostenedor puede retirar un porcentaje limitado de utilidades (supongamos por ejemplo, hasta un 10% de los excedentes). 
    • Si la escuela obtiene resultados de entre 80 y 90 puntos, el dueño puede retirar un porcentaje mayor (en nuestro ejemplo, un 20 por ciento de los excedentes). 
    • Si la escuela obtiene más de 90 puntos, el sostenedor puede retirar excedentes sin límite, pues está haciendo un excelente trabajo. 

    Como contrapartida, si una escuela obtiene sistemáticamente menos de 60 puntos (digamos, por tres años consecutivos o cinco no consecutivos), puede ser intervenida por el Ministerio de Educación y obligada a desarrollar acciones específicas de mejora. Y si la escuela obtiene menos de 50 puntos sistemáticamente, o no mejora luego de la intervención ministerial, las autoridades debieran estar obligadas a cerrarla, quitar el "decreto cooperador" al sostenedor y ofrecer soluciones alternativas a los estudiantes.

    Por supuesto, esta es una descripción inicial y general de una política que requeriría mucho refinamiento y trabajo. Tampoco es una solución final o única, y requiere ir acompañada de otras políticas si queremos alcanzar los niveles de calidad educativa necesarios en el siglo XXI, entre otras, invertir mucho más en la educación preescolar, aumentar la subvención escolar, mejorar la selección y formación de los docentes, apoyar cambios sustantivos en la gestión en directiva de las escuelas, reestructurar la educación media técnico-profesional, fortalecer la institucionalidad pública, etc. Pero me parece que podría ser un camino posible y práctico, que en el corto plazo permita mantener la provisión mixta en educación, un rol de verdadero garante para el Estado, y un fortalecido foco en la calidad.
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